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Regreso al futuro (extraordinario) que se cierne en el horizonte tras el coronavirus

Nada volverá a ser igual tras el coronavirus: por qué deberíamos dar botes de alegría

Esther Lastra

Escrito por Esther Lastra

Quizás el COVID-19 no sea sino un mensajero del futuro. Y su mensaje es tan drástico como contundente: la civilización humana está al borde del colapso y necesita tomar una nueva dirección para no quedarse privada de futuro.

coronavirus

Autor de la imagen: Ecem Parilti

En estos momentos hay una pregunta que baquetea con inusitada fuerza en nuestra cabeza. ¿Cuándo nos devolverá el coronavirus a la ansiada normalidad? La respuesta más que probable a esta pregunta es «nunca». Hay momentos en los que el futuro cambia de dirección y toma bifurcaciones (metamorfoseadas en crisis). Y es indudable que el actual es uno de esos momentos.

El mundo que conocíamos hasta ahora se está disolviendo para dar paso a un mundo completamente nuevo que solo podemos atisbar mínimamente en nuestra imaginación regresando desde el futuro (fantaseado) al momento actual, asegura Matthias Horx en un artículo para Horizont.

Imaginemos que estamos en septiembre de 2020. Estamos sentados en la terraza de un bar en una gran ciudad, que vuelve a ser de nuevo un hervidero de gente. ¿Qué ha cambiado? ¿Es todo tal y como era antes? ¿Saben la cerveza y el vino igual que antes? ¿O saben quizás mejor? ¿Qué nos sorprende más de los duros momentos que hemos dejado atrás?

Lo que más nos sorprende es que la amplísima retahíla de sacrificios a los que nos abocó el coronavirus rara vez se tradujo en aislamiento puro y puro. Más bien al contrario. Después del shock inicial algunos se alegraron en realidad de que el frenesí, el parloteo y la comunicación multicanal se quedaran felizmente en suspenso. ¿Por qué? Porque se abrió ante nosotros un amplísimo abanico de oportunidades.

Hacia un mundo nuevo y también mejor

Paradójicamente la distancia física a la que nos forzó el COVID-19 nos comnimó a crear una nueva cercanía. Conocimos a personas que jamás habríamos conocido antes de otro modo. Contactamos más a menudo con viejos amigos y estrechamos lazos con vecinos y familiares. La cortesía social, agonizante antes de que el coronavirus entrara en nuestras vidas, resucitó gracias a la pandemia.

En otoño de 2020 no podemos sino sorprendernos ante la agilidad con la que han sido puestas en práctica técnicas culturales digitales de nueva hornada. Las videoconferencias, a la que otrora tantísimo se resistieron algunos, han acabado revelándose como irresistiblemente prácticas y productivas.

Al mismo tiempo el virus volvió a poner de moda técnicas culturales aparentemente apolilladas. El COVID-19 dio renovados bríos a las largas conversaciones telefónicas (y sin pantallas de por medio). También la mensajería adquirió un nuevo significado. Lo que otrora eran mensajes huecos y vacíos de sentido abrieron las compuertas de una nueva cultura de la accesibilidad.

Aquellos que acogotados por el frenesí de la vida moderna nunca se permitían el lujo de parar emprendieron de repente largos paseos (una palabra que antaño parecía plagada de telarañas). La lectura de libros se convirtió de repente en un nuevo culto. Y la basura continuó borboteando en no pocos canales de comunicación, pero se quedó poco a poco huérfana de relevancia.

Echando abajo viejos fenómenos para alumbrar nuevos fenómenos

Las crisis (y la del coronavirus no es una excepción) consisten básicamente en la disolución de antiguos fenómenos, que se convierten de la noche a la mañana en superfluos.

De la crisis del COVID-19 nos sorprendió que los medicamentos capaces de parar los pies al índice de mortalidad de esta enfermedad (más elevado en unos países que en otros) comenzaran a emerger en verano. Y convirtieron el coronavirus en un virus (otro más) con el que tenemos lamentablemente que convivir en nuestro día a día (como el de la gripe, por ejemplo).

El progreso médico ayudó (y mucho). Pero el factor decisivo para ganar la batalla al coronavirus no fue tanto la tecnología como el cambio el cambio en el comportamiento social. El factor decisivo fue que la gente se quedara confinada en sus casas y enarbolara la bandera de la solidaridad en momentos de restricciones absolutamente draconianas. Fue la inteligencia social la que más ayudó a combatir contra el COVID-19. Y la tan cacareada inteligencia artificial tuvo solo un efecto limitado en el coronavirus.

La pandemia cambió para siempre la relación entre la tecnología y la cultura. Antes de la crisis la tecnología parecía la panacea y cargaba sobre los hombros con abundantes utopías. Después del COVID-19 nadie cree en la redención a través de la tecnología, que se liberó para siempre del yugo de los «hypes». El virus hizo que floreciera, por el contrario, la humanidad, dice Horx.

En cuanto a la economía, es cierto que hubo un «abril negro» y que muchas compañías se fueron a la bancarrota o mutaron en algo totalmente diferente, pero lo cierto es que los peores pronósticos no llegaron nunca a hacerse realidad.

Del vientre del COVID-19 nació un nuevo orden económico en el que la producción local asistió a un renacimiento y plantó la simiente de la localización de la globalización.

Viajando desde el futuro al presente para esbozar el porvenir

Tras el coronavirus nos dimos asimismo cuenta de que el poderoso caballero don dinero no gozaba en realidad de tantísimo poderío como quisimos atribuirle. Los buenos vecinos son en realidad mucho más importantes.

Cuando viajamos al futuro con la vista puesta en el presente (y tomamos este como trampolín para posar los ojos en el porvenir), nuestros pronósticos no están necesariamente preñados de terror, como sí estarían si hiciéramos el viaje a la inversa.

Podemos conectar a nivel interno con el futuro y eso crea una suerte de puente en el hoy y el mañana. ¿El objetivo? Alumbrar una especie de inteligencia de futuro, gracias a la cual podemos anticipar no solo los eventos externos sino también las adaptaciones internas a los cambios que acontecen en el mundo.

Las profecías, otrora estériles y apocalípticas, se impregnan de la vitalidad necesaria para encarar el futuro y los humanos podemos por fin ganar la batalla al miedo, ese que nos hace sufrir por partida doble por nuestro afán en anticiparnos a las cosas y ponernos en lo peor.

Soltando amarras con respecto al miedo, la adrenalina es reemplazada por dopamina, la droga endógena de la que más estamos necesitados para plantar cara al futuro. Mientras la adrenalina nos impele a huir de lo que está por venir, la dopamina nos embarga de emoción ante lo que nos deparará el futuro, subraya Horx.

Sorprendentemente en crisis como la provocada por el coronavirus la pérdida masiva de control puede trocarse en una intoxicación de positivismo. Después de un periodo de asombro y miedo, termina germinando en nuestras entrañas una extraordinaria fuerza interna.

Nos damos cuenta entonces de que no estamos asistiendo al apocalipsis sino a un nuevo comienzo. Y el cambio comienza con modificaciones en los patrones que conciernen directamente a las expectativas, las percepciones y las conexiones globales.

No es el apocalipsis, es un nuevo comienzo

A veces es precisamente el quebranto de la rutinario, de lo familar lo que termina liberando nuestro apetito por el futuro, un futuro en el que el autoritarismo, el populismo y la extrema derecha menguarán inevitablemente (y expulsarán quizás a Donald Trump de la Casa Blanca).

En ese futuro que se recorta en el horizonte tras la pandemia las «fake news» perderán además relevancia a marchas forzadas.

El nuevo mundo tras el coronavirus emerge de la disrupción de la megatendencia de la conectividad. Sin embargo, la interrupción de la conectividad (mediante el cierre de fronteras, por ejemplo) no se traduce en la abolición de las conexiones, que nos ingeniamos de alguna manera para reorganizar sin perder de vista el futuro.

Lo que está por venir nos hará apreciar la distancia y en las conexiones tendrá un papel mucho más protagonista la calidad. La autonomía y la dependencia son reequilibradas. Y esto hace el mundo mucho más complejo, pero también más estable.

La complejidad no puede, eso sí, confundirse la complicación. De hecho, aquellos que se atrevan a hincar el diente a la complejidad serán los líderes del futuro, los portadores de esperanza.

Quizás el COVID-19 no sea sino un mensajero del futuro. Y su mensaje es tan drástico como contundente: la civilización humana está al borde del colapso y necesita tomar una nueva dirección para no quedarse privada de futuro. El coronavirus ha forzado a la humanidad a reinventarse (y está bien que así lo haga), concluye Horx.

 

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